martes, 15 de abril de 2008

EL PROYECCIONISTA

Conocí al Proyeccionista cuando yo estaba aún en el instituto. Había ido con mi amiga Eva a esperar a otra amiga común, que estaba viendo una película con su novio y luego iría con nosotras a tomar algo. Estábamos las dos esperando en la zona de entrada cuando se nos acercó él, delgadísimo y pálido como correspondía a su profesión. Tras los clásicos inicios de conversación, quedó claro que su intención principal era tirarle los tejos a mi amiga, cosa que no logró; pero como no debía tener mucho más que hacer -porque en contra de los romanticismos que le ha dado el cine a este trabajo, los proyeccionistas se aburren muchísimo-, acabó hablando de cine conmigo porque Eva pasaba mucho del tema y de él. En cambio nosotros nos caímos bien y no sé cómo, acabamos siendo amigos, aunque sólo de cine y por el cine, ya que nunca supe mucho más de su vida... aunque se puede saber muchísimo de una persona sólo con conocer sus gustos cinematográficos, como he aprendido con los años.

En fin, gracias a su amistad y a su profesión, me regaló lo que era un sueño para una cría como yo: un pase invisible para todas las películas que se proyectaban ese año en las salas, lo cual nunca le agradeceré lo suficiente. Es posiblemente uno de los mejores regalos que me han hecho en mi vida, porque no era sólo el ahorrarme unas entradas que nunca hubiese podido pagar: eran horas y horas de evasión de la triste realidad, era la compañía de personajes cuando no quería la compañía de nadie real, era tener la sensación de tener un acceso más allá de la sala de cine y por lo tanto de ser una privilegiada frente a los demás espectadores: ver cómo funcionaban las máquinas, las latas gigantescas, el almacén lleno de displays y pósters de tamaño fachada; que los acomodadores te traten de tú y te comenten las películas; el meterte en una sala a las cuatro de la tarde y estar totalmente sola, con concentración absoluta y ni un ruido aparte del de la película, como si estuviese en mi propia sala de proyección.

Pasados unos meses, me cambiaron el horario en el instituto, cerraron la sala para una reforma interminable, cambiaron a los acomodadores a otras salas, él desapareció y yo empecé a ir al cine con más gente, y a tener trabajos con los que pagarme la entrada; fui olvidando aquellos días, renegando de muchas de aquellas películas, y comentando sólo puntualmente la anécdota de que una vez tuve entrada libre al cine gracias a un amigo del que había perdido el rastro de la forma más tonta.

Muchos años más tarde me lo volví a encontrar, o más bien me reconoció él a mí -porque yo no tengo memoria para las caras, y en este caso habían pasado además más de quince años-. Trabajaba en la entrada en un organismo oficial, y había cambiado los vaqueros y los suéters raídos de friki del cine por un uniforme de segurita, aburrido y bien planchado. Pálido y amable como siempre, pero ya con aspecto de personaje tópico de cine, el extra que hace de representante de la ley en la puerta del banco que van a atracar los protagonistas de la película; había pasado de ser el que iba a escribir, dirigir, formar parte de su pasión a tener el trabajo más plano del mundo, y sólo con verle entendí que para él todo aquello era no ya remoto, sino que se trataba de otra persona diferente, y me di cuenta de que yo también. Me dio una tristeza terrible y quizá para disimular acabé sacando los tópicos habituales en estos casos. No sé qué pensaría él, pero a mí me afectó mucho porque durante años había olvidado esa época, en que sin embargo el simple hecho de conocerle (aunque muy poco) fue tan importante para mí.

Cuando por trabajo paso por su mostrador cada tantos meses y lo vuelvo a ver, nunca hablamos de aquella época en la que él era mi amigo, el que iba a escribir películas, y yo la dibujante que iba a hacer sus storyboards.

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